Hace ya unos cuantos siglos alguien dijo que: “el celibato está en la imaginación de quien lo inventó”.
Y es que, durante muchos siglos, una gran parte de quienes entraban a forma parte de la vida monacal, lo hacían más por necesidad u “obligación”, que por voluntad propia. El ingreso en monasterios y conventos por parte de personas que habían recibido la llamada de Dios no fue algo aislado. Muchos de los monjes y monjas que ingresaban en los reinos de la fe y la meditación, lo hacían u obligados o por necesidad vital, no por una verdadera vocación religiosa.
La entrada en una abadía era la única forma de escapar de la miseria mundana y quitarse el hambre de encima. No estoy diciendo con esto que todos aquellos y aquellas, lo hiciesen regidos por estos principios básicos de supervivencia, ni tampoco digo que los miembros de aquellas comunidades monacales no tuviesen los valores suficientes como para ejercer las labores y obligaciones propias de la comunidad.
Aunque a día de hoy nos pueda parecer extraño, esta era una de las pocas formas de poder comer todos los días, pues allí dentro el sustento estaba garantizado, y también las comodidades, aun con la austeridad y disciplina que formaba parte de la vida de los monjes, y que era muy superior que la existente en extramuros.
Hubo no pocos casos, en los que el ingreso en el recinto monacal había sido una estricta obligación prácticamente ineludible, como era el caso de los hijos menores varones de familias con buen o mediano pasar, pero en las que el patrimonio no daba para todos, y la otra opción, la de la milicia, era menos halagüeña y, desde luego, más azarosa, y la de mujeres jóvenes a las que no se podía casar por falta de atractivo físico, pero con más frecuencia por falta de dote, entonces imprescindible, o viudas que eran “obligadas” a recluirse para salvar su buen nombre “de las garras del maligno”. Pero en todos estos casos existía un verdadero problema de raíz, y es que, ante la carencia de auténtica motivación religiosa, muchas de esas personas enclaustradas soportaran mal el ascetismo que está en los principios básicos del monacato.
La Iglesia siempre vio con malos ojos cualquier tipo de sexualidad, las prácticas sexuales, ya fuera dentro o fuera de las instituciones eclesiásticas, fueron motivo de prohibición y escarnio, y la sexualidad siempre estuvo para la Iglesia tiznada de pecado si no se encaminaba directamente a la procreación, así que lógicamente, en ese restringido grupo social de la vida religiosa, tales desahogos no sólo estaban expresamente prohibidos, sino castigados con penas físicas y espirituales; claro que también es propio del catolicismo el divino poder de perdonar los pecados, con lo que siempre se puede empezar de cero.
Hasta bien entrado el siglo IX, en España, existían los llamados monasterios dúplices, esto es, en los que residían simultáneamente monjes de ambos sexos, que viviendo la mayor parte del tiempo en dependencias separadas, compartían los oficios religiosos. Las altas instituciones eclesiásticas nunca vieron con agrado este tipo de monasterios, pues no se les escapaba que, a efectos de concupiscencia, “donde está la ocasión, se halla el peligro”, en este caso el pecado carnal.
La verdad, es que no les faltaba razón a aquellos que sospechaban que los encuentros entre monjes y monjas eran encuentros pecaminosos, dichos encuentros los tenían para para practicar relaciones sexuales, las cuales, estaban a la orden del día, y eran mucho más frecuentes que lo que nos han contado. Estos encuentros acontecían amparados en la oscuridad de la noche, los mil recovecos de las construcciones monacales y la complicidad de aquellos y aquellas que “cojeaban del mismo pie” y pensaban que la estricta disciplina y el “ora et labora”, era una pequeña parte de su rancia vida contemplativa.
A menudo se iban sucediendo múltiples escenas, las cuales, y en la mayoría de los casos, daban lugar a embarazos monjiles con el consiguiente descubrimiento de al menos la mujer transgresora, y la duda perenne de quién seria el padre de la criatura…. El desenlace de estos sucesos podía ser la expulsión de la monja, y en muchas menos ocasiones, la expulsión de los dos fornicadores. Otras muchas veces se daba el caso de la desaparición de la criatura, que fue fruto lógico de aquellos amores ilícitos y sacrílegos y en cuya concepción habían intervenido, y de eso no tengo la menor duda, el influjo o directamente el Maligno.
Posteriormente, ya en el siglo X ya habían desaparecido estos monasterios en España, pero nunca existieron obstáculos para aquellos que querían saltar las paredes, todo aquel o aquella quería candela o “canelita”, se las apañaba como buenamente podía, también estaban los seglares, que eran más terrenales y más mundanos y sin ninguna disciplina que cumplir. Siempre se dijo que:
“El hombre es fuego, la mujer estopa, llega el Diablo y se la sopla”.
Y para los más legos y profanos, desconocedores de los preceptos cluniacenses:
“Y es que; la jodienda no tiene enmienda”.