Paco Aguado
Madrid, 24 may (EFE).- El triunfo del toreo más auténtico, ejecutado por un repóker de toreros, ha sido la mejor conclusión de la feria alternativa de San Isidro que, con Las Ventas cerrada, se ha celebrado los últimos once días en un Palacio de Vistalegre al que, en cambio, el público no ha terminado de llenar.
El elevado precio de las entradas, que en tiempos de crisis fijó la empresa Funciones Taurinas ante la limitación sanitaria del aforo a solo 5.200 localidades, se señala como la causa principal de esa mediana respuesta de los aficionados, aunque habría que considerar también factores como la ausencia de promoción o las salidas masivas de la capital tras el fin del estado de alarma.
Con todo, y ante una nada desdeñable media de unos 3.000 asistentes por tarde, este otro San Isidro ha servido para recuperar el ambiente taurino en la capital tras más de año y medio de ostracismo, e incluso para que se aclarasen algunos conceptos sobre el toreo y el escalafón de matadores, más allá de la propaganda y los juicios preconcebidos.
De hecho, la feria del coso de Carabanchel ha sido de una gran intensidad en el ruedo, propiciada básicamente por la lidia de unas corridas de excelente presentación -solo un punto por debajo del nivel de Las Ventas- y que han añadido a su juego la seriedad que le dan al toro los cinco años cumplidos, como han tenido la inmensa mayoría de los estoqueados.
Esos cinqueños que los ganaderos, a un precio más reducido, han podido sacar del campo antes de tener que llevarlos forzosamente al matadero, han dado relevancia a todo lo realizado por los toreros, para bien o para mal, e incluso, por aquello de ser más certeros, para mostrar una vez más la eterna verdad de este arte.
Y es que, además de los triunfos y los fracasos, la feria se ha teñido de sangre en tres ocasiones, con las tremendas cornadas al novillero Manuel Perera, al que uno de los bravos y excelentes utreros de El Freixo sacó literalmente las tripas, y al banderillero Juan José Domínguez, que «vive de milagro» según aseguró el cirujano Enrique Crespo, que le intervino de muy graves destrozos en el pecho.
También cayó herido esa misma tarde el diestro Pablo Aguado, al entrar a matar al último toro del mano a mano que le enfrentó con el peruano Roca Rey, en ese cartel estelar de la feria que se saldó con el triunfo del suramericano tras una faena más efectista que profunda a uno de los mejores ejemplares de la feria.
Roca Rey, El Juli y Daniel Luque fueron los únicos matadores que cortaron las dos orejas de un mismo astado, aunque con méritos muy distintos: si Julián López los obtuvo por un desigual trasteo a otro de los astados más destacados del ciclo, también de Garcigrande, Luque se los llevó por su sólida y rotunda actuación con un lote muy complejo de Fuente Ymbro.
Pero más allá de trofeos contables -a los que hay que sumar los tres que se llevó el cuajado novillero Tomás Rufo-, lo que realmente sobresalió en Vistalegre fue la calidad y la pureza del toreo que realizaron toreros con menos tirón para las masas pero que no renuncian a la naturalidad y al temple, ajenos a esa extendida técnica que se canta como toreo de poder cuando solo es una manera especulativa de anular las ventajas al enemigo.
En cambio, el toreo más puro y clásico supone siempre un mayor riesgo, por la lentitud y la sinceridad que exige al ejecutante, como la aplicada estos días en Vistalegre por Diego Urdiales, Juan Ortega y, por momentos, Pablo Aguado, sin olvidar tampoco la antología de sabor añejo de Morante de la Puebla en el arranque de la feria.
Ese toreo, de capa y de muleta, en momentos sueltos o faenas completas, sirvió para marcar diferencias y para volver a ofrecer un referente en una nueva época que deje atrás los modos y las modas de la, en realidad, poco rentable comercialización que lleva al espectáculo hacia una intrascendente aparatosidad: la de ese toreo que no provoca olés y que no deja poso alguno cuando se apagan las luces de la plaza.