Juan Carlos Coco.- El mar ha sido y es un misterio tan atrayente como recóndito, un misterio que para la mayoría de los seres humanos supone una fascinación inefable. El mar atrae por desconocido, por misterioso, salvaje, inabarcable, atrae por los miles de secretos que evoca, por tiempos pasados y también por los que están por venir, ejerciendo una llamada que remueve los sentimientos más profundos de las personas.
Al contemplarlo desde la orilla, además de transmitirnos paz y calma, nos aporta una sensación de equilibrio — tanto interior como para con el Universo — dejando un rastro de claridad mental que mejora nuestro entendimiento con el mundo terrestre. Su grandeza inabarcable nos recuerda cuán pequeño somos frente a la naturaleza, toda una cura de humildad muy necesaria para paliar las oleadas de ego y vanidad que nos asuelan.
Que el mar atrae es un hecho tan incuestionable como que no a todas las personas las llama de la misma forma. Existe una división, a veces difusa, entre quienes prefieren observar desde la orilla y los que, movidos por lo más profundo de su fuero interno, sienten la necesidad, vital incluso, de adentrarse en el territorio de las olas, el viento y los pájaros de alta mar. No obstante, ambas posturas están interconectadas y unidas por el abrazo del océano, ese abrazo salvaje e irrefrenable del que es imposible zafarse.
Quienes sienten la llamada de la navegación, suelen tener casi siempre ese runrún de atravesar un océano, mientras que los que se quedan en tierra necesitan saber que pasa allá fuera, que han sentido, que han vivido, que iluminación han tenido, ávidos de aplicar en su día a día lo que los navegantes tienen que transmitirles de todo cuanto aprendieron mar adentro.
Estas navegaciones transoceánicas despiertan el espíritu soñador y aventurero de personas que sienten la necesidad de reubicar las cosas en el lugar que merecen; retomar los ciclos de noche y día, tener a la meteorología como determinante de los quehaceres diarios o volver a tener a las estrellas como techo sin ciudades sobre iluminadas que las oculten.
Algunas de esas personas incluso sienten la necesidad de adentrarse en solitario a través de esos mundos tan diferentes, y a ratos hostiles, siendo denominador común en muchos de ellos el concepto de aceptarlo como un desafío personal en el que superar sus límites ante un escenario incontrolable, en palabras de uno de los inscritos en la Global Solo Challenge, Kevin Le Poidevin: «Sentir la autosuficiencia, la confianza en mí mismo y la necesidad de desafiarme en un entorno en el que tengo una influencia limitada y aún menos control.»
Roaring Forty – Lutra BOC Open 40 – Kevin Le Poidevin
Yendo un paso más allá, la navegación en solitario supone para muchos de los navegantes un ejercicio de introspección y conocimiento con su yo más íntimo, explorando sus propios confines mecidos por las olas y el viento de mar adentro. Algunos de los inscritos en la GSC, como Amaury de Jamblinne, reflejaron esta idea con frases en las que hacían referencia a explorar sus límites a la vez que buscaban momentos íntimos de conexión con uno mismo.
Pero si la vela transoceánica despierta pasiones, navegar entre las imponentes marejadas más allá de los Cuarenta Rugientes es un sueño para todos aquellos que, alguna vez, sintieron la necesidad de comprobar la naturaleza en su estado más salvaje y desatado; es posible leer, ver algún vídeo, imaginar, pero hay un fuero interno que susurra que algún día hay que bajar hasta allí a ver esas montañas de agua con crestas nevadas de espuma. Bajar a sentir el miedo, la pérdida absoluta de control, la sumisión ante la naturaleza frente a esas olas que llevan que llevan circunnavegando la tierra desde el principio de los tiempos.
Como dijo Pierre-Etienne Rault, otro de los inscritos en la GSC, afrontar un proyecto de tal calibre supone «abrir un paréntesis introspectivo, en el que hacer balance de lo que se ha construido y de lo aún queda por conseguir». Y es que bajar en solitario al territorio de los albatros debe significar —ojalá yo lo pudiera saber por experiencia— un antes y un después en nuestra mirada al mundo.
Olivier Jehl
Emprender este tipo de navegaciones también implican el desarrollo de una especial relación con el barco, que deja de ser un mero medio de transporte, un objeto, para convertirse en un ser vivo, pleno en sentimientos y capacidades, que nos ayuda a superar una a una las pruebas que se nos presentan. Esta unión puede llegar al punto de considerar al velero un familiar más, un amigo, un compañero al cual aprendemos a ajustar y tratar, «a tocarlo como un músico toca su instrumento», como reflejó otro de los inscritos en la GSC Olivier Jehl, para adaptarlo a las diferentes condiciones que se vayan presentando.
Regatas transoceánicas como la Global Solo Challenge y el Golden Globe Race acercan esta experiencia transoceánica a navegantes normales. Jean-Luc Van Den Heede (gañador del GGR 2018) lo señaló muy bien al recalcar el hecho de que es posible inscribirse con barcos normales y asequibles, al contrario de lo que ocurre en otras regatas como la Vendée Globe. Además, este tipo de competiciones suponen, para todas aquellas personas interesadas en ese misticismo de la navegación de altura, la oportunidad de soñar despiertas practicando el routing; analizar los distintos partes meteorológicos, trazar la ruta que consideren más adecuada y contrastar sus decisiones con las que toman los participantes en el escenario real. Esta forma de seguimiento supone, además de una participación activa en la regata, una forma de adentrarse en la meteorología de la navegación de altura.
Atravesar un océano, o varios, es una llamada de lo salvaje, de lo indomable, una llamada que todos llevamos dentro pero que sólo unos pocos valientes se atreven a llevar hasta la última consecuencia rumbo a mar abierto. Aquellos que se atreven obtienen como recompensa conocer mejor quiénes son y cómo reaccionan ante situaciones en las que nunca hubieran deseado verse envueltos, pero también consiguen una especial relación con el Universo al comprobar la magnificencia de la naturaleza, sobre todo en esos momentos en los que, citando al navegante Marco Nannini, «la navegación oceánica enseña —obliga más bien— el bello arte de la paciencia y la espera» al no poder hacer absolutamente nada más que esperar a que la situación mejore. Navegar a través de mares y océanos es un sueño, ya sea desde tierra siguiendo una regata como la GSC o atreviéndose a izar las velas y dejarse llevar hacia el horizonte.