La leyenda de “Carmen”, comenzó de alguna forma cuando al escritor francés Prosper Mérimée le dio por incluir a las trabajadoras del tabaco en su obra literaria. Entre Mérimée y Bizet crearon el mito.
La protagonista de la famosa opera, “Carmen” vino a representar a unas mujeres luchadoras que se llevaban sus niños al trabajo, porque antes no había tantas niñeras ni “canguros”, como existen hoy en día.
La historia de las cigarreras, mujeres trabajadoras y reivindicativas con sus derechos, empezó con las fabricas de tabaco, ya que, hasta finales del siglo XIX, existían en España distintas fábricas de tabacos en ciudades como Sevilla, Cádiz, Alicante y más tarde, Madrid y en otras tantas ciudades.
Pero la primera fábrica de tabaco que funcionó, fue la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, fundada como empresa privada en 1620 y administrada directamente por la Hacienda Pública desde 1684. Al principio los trabajadores eran hombres y mujeres. A los hombres se les llamaba “cigarreros” y a las mujeres “elaborantes”.
Desde 1620 hasta 1731, transcurrieron 111 años, y fue en este último año cuando los cigarreros de Sevilla mandaron una queja al rey en un memorial. Un memorial, en que se decía que no estaban de acuerdo con su sueldo, que era bastante menor que el sueldo recibido por las elaborantes de otros lugares como Cádiz, siendo ellos hombres y con muchas más obligaciones que las mujeres.
Poco tiempo después, recibieron contestación en la que se les decía que, se les pagaba exactamente igual por mazo de cigarros, pero que las elaborantes de Cádiz eran más cuidadosas y por lo tanto más profesionales, que trabajan con más pulcritud y menos desperdicios y su labor cundía bastante más que las de Sevilla. De esta forma las elaborantes de Cádiz, obtenían más dinero por el mismo tiempo de trabajo.
En aquella época, el trabajo de las mujeres cigarreras, estaba muy bien visto socialmente, era muy apreciado y solicitado, que pasaba de madres a hijas, pero también extremadamente duro, pues el polvo, la nicotina y los efluvios que emanaban al liar el tabaco provocaban muchas enfermedades respiratorias y oculares. De hecho, los brillantes y grandes ojos de la Carmen de Bizet no son más que una muestra de cómo las mujeres de este gremio iban quedándose progresivamente ciegas. Trabajar en las tabacaleras tampoco era fácil, pues a veces el calor era insoportable, especialmente en ciudades que en verano pueden llegar a alcanzar temperaturas extremas.
Cuando había que ampliar plantilla por demanda del trabajo, eran ellas mismas las que conseguían que la ampliación de personal fuese siempre de mujeres. Cuando más tarde aparece la elaboración del cigarrillo, las cigarreras son profesionales tan diestras que tan sólo ellas serán capaces de preparar esta modalidad. Se hacen indispensables en las fábricas y crean una imagen especial de la mujer cigarrera.
El 1 de abril de 1809, el edificio mandado construir por el rey Carlos III, conocido como Real Fábrica de Aguardientes, ubicado en la calle de Embajadores, pasó a ser una fábrica de tabacos por orden de José I Bonaparte.
Pero aparte de las fábricas oficiales, también existían múltiples talleres clandestinos de elaboración de cigarros, que evidentemente, eran ilegales, (como ocurre en todos los oficios). Estos talleres o centros de tratamiento del tabaco estaban todos ellos compuestos por mujeres cigarreras, que tenían fama de ser buenas profesionales. Todas aquellas mujeres fueron contratadas para la nueva fábrica. Al principio eran 800, más tarde aumentaron a 3.000, y llegaron a ser hasta 6.300.
La mayor parte de estas trabajadoras vivían en el barrio, y obtenían un salario muy superior a la media, lo que les permitía mantener una familia de forma desahogada. Estas mujeres desempeñaban el trabajo como manufactureras, y los puestos de mando de estos talleres también estaban ocupados por ellas. Los hombres tenían cargos muy inferiores, como mozos de almacén y capataces, cargos que estaban subordinados a las cigarreras. Sólo los directivos estaban por encima. Como consecuencia de este oficio la cigarrera llegó a ser un tipo de mujer independiente, segura de sí misma, con una economía holgada que le permitía ser generosa y ayudar al que lo necesitaba. Con su trabajo, estas mujeres mantuvieron el nivel de vida del barrio, donde factores como la estabilidad y el progreso, estaban a la orden del día.
El personal de los talleres estaba organizado en los llamados “Ranchos”, que eran mesas en las que trabajaban seis operarias. Al frente de cada rancho había una mujer a la que se llamaba “Ama del rancho”, que cuidaba y vigilaba de sus compañeras y aplicaba conocimiento y disciplina cuando era necesario. También lo controlaba: cada una de estas amas tenía un cuaderno donde apuntaba la producción de sus operarias; el cuaderno del ama del rancho era muy importante para el cobro y para los posibles premios, gratificaciones o ascensos de nivel.
Fuera de los talleres existían los cargos de “maestras” y “porteras”, que eran las que registraban y supervisaban a las cigarreras a la salida del trabajo, (por si alguna se había llenado los bolsillos), a la vista de las porteras. Después había un segundo registro llamado “cintrarregistro”. Pero yo pienso que; estas obreras no tenían necesidad de llevarse lo que no era suyo, porque entre otras cosas, cobraban un buen salario, y aparte de ello, si a alguna se le ocurría de “meter la mano” en algún sitio prohibido, eran duramente recriminadas por sus mismas compañeras, tal era el cuidado que tenían de conservar una buena fama ganada a pulso. Pero, naturalmente, siempre había excepciones y la fábrica no estaba dispuesta a correr el riesgo, de ahí que se crearan estos puestos de vigilancia.
Pero estos controles de vigilancia, no eran aplicables a algunas subordinadas, las hoy llamadas “trepas”, que con su astucia y armas de mujer, podían “llevarse al huerto” al más integro y menos vulnerable de los jefes de dichas fábricas…
Sabemos, que en aquella época las atenciones sociales por parte del Estado, brillaban por su ausencia, no existía ningún tipo de seguro de enfermedad, de viudedad, de orfandad o incapacidad, no existía ni la jubilación, ni el paro, ni nada parecido.
Es por ello, que en 1834, las cigarreras constituyeron una Hermandad, (a especie de Mutua), para ocuparse de la asistencia a compañeras que por edad, enfermedad u otras vicisitudes, se encontraran en apuros. La principal idea era la de crear unos talleres fuera de la fábrica, en sus propias casas y de esa manera, si fuera necesario se llevarían el trabajo a domicilio. La creación de la Hermandad fue un éxito y algo nunca visto hasta el momento. El trabajo en casa, o desde casa, se inventó por aquellos entonces, no es nada nuevo.
En 1840, y por iniciativa de Ramón de la Sagra se crean otras ayudas sociales para las cigarreras, lo que incluía una sala de lactancia y escuelas para sus niños. Esta institución se creó con el nombre de “Asilo de Cigarreras”, que fue ubicado en la finca de lo que fue el Casino de la Reina en Madrid. De esa forma, las madres podían dejar a sus hijos pequeños en un lugar especial para ellos, y recogerlos a la salida.
Si estos bebés eran lactantes, la madre tenía permiso para salir del trabajo dos veces durante la jornada y alimentarles. En otros casos, estaban autorizadas para tener al pequeño en una cuna a su lado, en el propio taller.